viernes, 29 de mayo de 2015

Podemos e IU después de las elecciones: el nudo de Julio Anguita

A Julio Anguita le han construido una imagen de doctrinario y de pésimo táctico. No es verdad. El antiguo coordinador de IU tenía principios sólidos que nunca aplicó dogmáticamente, pero, sobre todo, tenía y tiene un gran olfato político para ver lo nuevo que emerge y traducirlo en votos. No fue casual que los jóvenes del 15M lo admitieran como interlocutor, y lo hizo a su manera, es decir, sin halagar y entrando en un diálogo franco y leal. Tampoco fue casual el surgimiento del Frente Cívico. Izquierda Unida, siempre temerosa, dejó pasar la iniciativa sin sacar las consecuencias políticas debidas. Pablo Iglesias lo entendió a la primera y lo convirtió en el núcleo del discurso político de Podemos.
Un mes, más o menos, antes de las elecciones, Anguita escribió un artículo valiente y extremadamente audaz con el título de “El nudo gordiano”. Lo que venía a decir es claro: expresar la enorme preocupación ante una izquierda que no está a la altura de las dramáticas circunstancias de nuestro país y proponer la creación de una nueva formación política más allá de IU y del PCE. Me temo que este artículo será tratado como los anteriores, es decir, dejarlo pasar y que el tiempo lo haga olvidar. Un error más de los pusilánimes de turno, porque, se esté de acuerdo o no con él —yo lo estoy— el debate merece la pena y puede clarificar mucho los dilemas estratégicos de las fuerzas que, en uno u otro sentido, impulsan lo que hemos llamado la unidad popular.

Todo esto —parece evidente— tiene que ver con el análisis y la valoración de las elecciones municipales y autonómicas celebradas hace unos días, en el marco de un ciclo que terminará en noviembre de este año. Nos referimos a unas elecciones singulares que encuentran a las llamadas fuerzas emergentes en condiciones especialmente complicadas. Inventarse organizaciones, desarrollarse territorialmente y generar centenares de candidaturas en poco más de un año no es nada fácil. Esto obliga a entender estas elecciones como la continuación de un ciclo iniciado en las europeas y que terminarán con las generales. Al fondo, el 15M.

Los resultados entraban —podríamos decirlo así— en el marco de lo previsible. En primer lugar, derrota política del Partido Popular. La derecha pierde votos, pero sobre todo, va a perder poder, mucho poder. Es cierto que el PP sigue siendo la primera fuerza política del país y debe suscitar reflexión preguntarse cómo y por qué se sigue votando a una formación política ligada estructuralmente con la corrupción. En segundo lugar, el bipartidismo retrocede pero se resiste en clave PSOE. La estrategia de Pedro Sánchez se ha mostrado acertada, polarizarse claramente con la derecha y frenar por la izquierda a Podemos. Frente a los que opinaban que era el momento de “la gran coalición” y que había que moderar la confrontación, el secretario general del PSOE entendió que esto era suicida y que dejaba a Podemos un amplísimo espacio electoral.

Conviene aquí no confundirse demasiado. Polarizarse con el PP es buscar el eje derecha- izquierda como referencia, sabiendo que, al final, se pedirá, como siempre, el voto útil y la necesidad de sumar todos los apoyos a la “izquierda” capaz de impedir el triunfo de la derecha. El “relato” es claro: o se vota al PSOE o gana la derecha. Este ha sido el chantaje discursivo durante más 30 años que Izquierda Unida no pudo, casi nunca, superar.

Todos sabíamos que la táctica del voto útil escondía una trampa que era relativamente fácil de desvelar: si a la izquierda del PSOE crecían fuerzas con proyectos alternativos, estos, los socialistas, tendrían que decidir si estaban por seguir pactando con los poderes económicos o —era la clave— girar a la izquierda y propiciar políticas en favor de las mayoría sociales y, específicamente, de los trabajadores y trabajadoras. Lo fundamental —todos lo sabemos— era un sistema electoral que forzaba al voto útil y dejaba a las fuerzas realmente de izquierdas fuera de las opciones con posibilidades reales.

Aquí se ve, una vez más, que el verdadero partido del régimen es el PSOE, ya que asegura como nadie que los que mandan y no se presentan a las elecciones puedan obtener un consenso lo suficientemente amplio para que en ningún momento se cuestione el modelo económico y de poder vigente. El partido de Pedro Sánchez, aún perdiendo más de 600.000 votos, sale fortalecido de estas elecciones, lo que le va a servir de plataforma para encarar razonablemente las generales. Los que mandan habrán tomado ya nota.

Podemos se consolida territorialmente y se desarrolla orgánicamente. De nuevo, el juego entre expectativas y realidad acaba pasando factura. Estas eran las elecciones más difíciles para el partido de Pablo Iglesias y las ha pasado con una nota alta. Hay que analizar caso por caso y no confundir las elecciones autonómicas con las municipales, aunque ambas han estado íntimamente relacionadas. En algunos lugares las municipales han tirado de las autonómicas y, en otros casos, las han frenado o incluso las han hecho retroceder. A la inversa también ha ocurrido.

Podemos, en las comunidades autónomas y en decenas de ciudades, va a acumular poder institucional y mucha influencia política; ahora bien, los dilemas a los que se enfrenta no serán pequeños. En diversos lugares tiene escaños suficientes para, junto con el PSOE, echar a la derecha y propiciar una nueva situación política. El otro lado de la contradicción es también evidente: se pacta con el principal competidor electoral y parte decisiva del bipartidismo —más o menos imperfecto— dominante. “Cerco mutuo y guerra de posiciones”, este es el escenario de una batalla política y estratégica donde se juega, ni más ni menos, la enésima restauración borbónica o el cambio real, es decir, la ruptura democrática. También hay que tomar muy en cuenta —no es poca cosa— que el campo de las fuerzas de la transformación real se ha hecho más plural, más heterogéneo, y que forjar la alternativa, no la simple alternancia de los partidos del turno dinástico, será una tarea compleja y llena de dificultades.

Los resultados de Izquierda Unida han sido aún peores de los que auguraban las encuestas. Resultaron patéticos, en la noche electoral, los esfuerzos del coordinador por maquillar los pésimos resultados de las autonómicas oponiéndoles los buenos de las elecciones municipales, sin darse cuenta de que, con ello, se ponía de manifiesto el verdadero problema: IU tiene una excelente organización y carece de (dirección) política. Para decirlo más claramente, cuando se trata de organizar, de montar centenares de listas y presentar candidaturas, los hombres y mujeres de IU se sobran y se bastan, incluyendo las decenas de candidaturas de unidad popular; se podría decir, sin exagerar demasiado, que no necesitan de la dirección; lo saben hacer y punto.

El problema reside en que cuando pasamos a las elecciones autonómicas, la política, la buena política, la dirección adecuada y la táctica justa, cuentan y mucho. Las carencias de la dirección federal —su no política unas veces o sus políticas equivocadas otras— perjudicaron el discurso de las autonomías y sus opciones electorales. Cuando se ha tenido política, esta no ha sido otra cosa que racionalización del repliegue identitario, muchas veces trufado de un discurso anacrónico, que por serlo, siempre apareció postizo y sin alma.

Seguramente, el dato más relevante es el avance de la unidad popular, reflejada ejemplarmente en Madrid y en Barcelona, destacadas expresiones de centenares de candidaturas construidas paciente y tenazmente en todo el país, en condiciones —justo es subrayarlo— duras, a veces, extremadamente duras. Donde estas se han organizado democráticamente, respetando la pluralidad y superando las prepotencias y sectarismos, han funcionado y se convierten en el dato más relevante de nuestra realidad política vista desde abajo y desde la alternativa democrática.

No conviene olvidarlo en esta hora: centenares de militantes y activistas de IU han estado por delante y por detrás de estas candidaturas de unidad popular, la mayoría de las veces contra el criterio de sus direcciones y teniendo que soportar todo tipo de coacciones, amenazas y, al final, expulsiones; sí, hay centenares de afiliados excluidos de la organización en todo el país por defender lo aprobado en la X Asamblea de IU. Ahora, después de las elecciones, Cayo Lara les dice que lo que ha ganado es la convergencia y la unidad popular, es decir, aquello por lo que muchos han sido marginados o excluidos por las distintas direcciones. Una vieja historia; se deja pasar la pelota y no al jugador.


Es hora de volver a Julio Anguita. El fondo del asunto es simple y coherente con su modo de ver la política de este país desde su reflexiva soledad cordobesa: hay que construir la alternativa, para ello hace falta organizar un proyecto autónomo con voluntad de poder; el tiempo apremia y la unidad no tiene espera. Nos lo jugamos todo en poco tiempo y todos debemos hacer los deberes que nos tocan. A Podemos le toca la responsabilidad de estructurar el bloque nacional-popular sabiendo que solo no podrá. A IU le toca “refundarse”, es decir, fundarse de nuevo. No es tan difícil de entender: el proyecto histórico de Izquierda Unida no cabe ya en esta forma-partido que ha devenido en las siglas IU. Llorar lo justo y abrirse a lo nuevo que surge en nuestra sociedad y que ha venido para quedarse.

sábado, 16 de mayo de 2015

España, ¿neocolonia de una Europa alemana? Nuestro verdadero problema

Imagen de archivo de Rajoy y Merkel durante una rueda de prensa conjunta en Berlín. / Sebastian Kahnert (Efe)
El Debate Prohibido. Moneda, Europa y pobreza era el título de un libro publicado en 1995 por Jean-Paul Fitoussi, donde –era uno de los pocos– alertaba de los peligros de la Unión Europea para los derechos sociales, para nuestras libertades concretas y, específicamente, para nuestras ya maltrechas democracias. Sigue siendo un debate prohibido. No hay nada más que ver la campaña electoral para entender que nadie quiere entrar en el fondo de una UE que se ha convertido en una poderosísima máquina de expropiación de patrimonios, derechos y libertades de los pueblos europeos y, específicamente, de los pueblos del Sur.

Asombra la soledad de Grecia y que no haya solidaridades efectivas de unas fuerzas progresistas que con la boca llena hablan de que no hay salidas nacionales a la crisis, que son necesarias más convergencias europeas y que necesitamos más Europa; eso sí, a renglón seguido, se dice que tiene que ser diferente a esta. Mientras, repetimos, Grecia está sola frente a todos los demás gobiernos de la eurozona. ¿Dónde quedó el internacionalismo de la llamada izquierda europea?

La paradoja más sobresaliente es que más de siete años de crisis y el tipo de integración resultante justifica, hasta la exageración, las razones por las que algunos nos opusimos a la Unión Europea en general y al euro en particular. No fuimos muchos, es verdad, pero lo que sorprende hoy es que no critiquemos a fondo esta específica construcción europea y no hagamos de esto un elemento central de la crítica al capitalismo neoliberal; ambas cosas, integración europea y neoliberalismo, son parte de un mismo proceso que solamente cabe calificar de regresión e involución civilizatoria.

Hay tres cuestiones que están íntimamente unidas y de cuya solución va a depender el futuro de nuestro país y, especialmente, de las generaciones jóvenes que buscan un mañana de dignidad, justicia y libertad. Estas tres cuestiones configuran un nudo que es necesario cortar, romper en mil pedazos: a) España, periferia del Sur de la UE; b) el modelo productivo configurado por las políticas de austeridad y c) la crisis del régimen del 78. Como se ha dicho, es una sola cosa con tres nódulos que se entrecruzan y se relacionan entre sí.

¿Qué significa ser parte de la periferia de la UE? Decía Eduardo Galeano que la división del trabajo es un mecanismo en el que unos se especializan en ganar y otros se especializan en perder. En la UE, en la zona euro, se ha ido organizando una división del trabajo en torno a un centro, cada vez más fuerte y poderoso, y una periferia cada vez más subalterna y dependiente cuyos modelos productivos se han ido estructurando según las necesidades, objetivos y estrategias de los países centrales.

Los años de crisis no han hecho otra cosa que profundizar este esquema de poder y España, como los demás países del Sur, se está especializando en perder. Resulta patético que se pueda hablar hoy de impulsar de nuevo derechos sociales, laborales y sindicales, es decir, de realizar políticas económicas sociales y democráticas como si la UE no existiera. Algunos hemos insistido hasta la saciedad en esta paradoja: las fuerzas nacional-populares tenemos hoy una gran posibilidad de construir un bloque político y social muy amplio en defensa de los derechos humanos fundamentales y de las libertades básicas, es decir, un programa antineoliberal de reconstrucción nacional, económica y social. La otra cara, la que está sufriendo la Grecia de Syriza, es que los límites para reformas, aunque sean muy moderadas, son enormes. Para decirlo de otra forma, la UE es una estructura de poder funcional a la globalización neoliberal dominante y no admite políticas alternativas aunque estas sean mínimas.

Las personas serias lo sabían y así lo dijeron. La introducción del euro sin una política económica común, una hacienda común y una legislación laboral y social común, es decir, una moneda sin un Estado detrás y con economías extremadamente heterogéneas tendría como consecuencia la profundización de lo que ya antes existía y que hoy es gravísimo: un centro cada vez más fuerte y poderoso y una periferia, los países del Sur, cada vez más dependiente económicamente, más subalterna políticamente y en regresión social y laboral.

El cuento que se nos narra es algo peor que una mentira. Se trata pura y llanamente de bloquear el futuro de nuestro país y conducirnos al subdesarrollo económico, social y político. Si no hay políticas realmente redistributivas en la UE y, específicamente, en la zona euro, estamos condenados a una “devaluación interna” permanente y a ir liquidando lo poco que queda ya de un Estado social que fue siempre débil. Haremos, como siempre, del ajuste salarial la variable clave y ganaremos competitividad rebajando derechos sociales, derechos laborales y precarizando sistemáticamente la fuerza de trabajo.

¿Alguien se imagina al Estado alemán dedicando el 8 o el 10 por ciento de su PIB para ayudar a los países del Sur? ¿Alguien se imagina al resto de los países ricos haciendo algo parecido? ¿De qué federalismo hablamos si no hay redistribución territorial, social y económica de renta y riqueza en nuestra cada vez más desigual e injusta Unión Europea? ¿Qué solidaridad? ¿Qué modelo social? El federalismo es la cobertura que legitima no solo las políticas neoliberales sino que, paradoja de las paradojas, impide la Europa política. Friedrich Hayek siempre defendió esto y no otra cosa.

El modelo productivo que emerge tras las políticas de crisis es cada vez más claro: una industria débil, dependiente y poco integrada en la economía productiva nacional; un sector servicios hipertrofiado, basado en un turismo de masas de bajo coste y, de nuevo –el entusiasmo es irresistible– el ladrillo como mecanismo de futuro, a lo que se añade una agricultura sin impulso y, en muchos sentidos, bloqueada. El asunto es simple, un modelo productivo así configurado no genera pleno empleo con derechos, hace de la precariedad la forma predominante de gestión de la mano de obra y consolida un modelo de relaciones laborales que significa para la mayoría de la población una nueva forma de servidumbre.

Nuestro sistema productivo es, sobre todo, un sistema de poder; ambas cosas están íntimamente relacionadas. No es casual que la crisis económica esté significando una enorme erosión del régimen del 78. Los poderes económicos, una alianza entre la oligarquía española y los poderes europeos, decidieron que los derechos y libertades consagrados en la Constitución de 1978 ya no servían para el capitalismo salvaje y depredador que estaba emergiendo de y desde la crisis. La “Constitución material” fue cambiando a golpe de directivas europeas y Zapatero terminó por convertirla en Constitución formal modificando el artículo 135.

El proceso constituyente, mejor dicho, destituyente, comenzó hace tiempo con una pequeña y singular variante: al margen y contra el pueblo soberano. Ser periferia de una Europa alemana significa más desigualdad, pérdidas concretas de libertades y de poderes reales, en definitiva, una ciudadanía condenada a la inseguridad económica, a la vulnerabilidad social, simples mercancías en un mundo cruel, despiadado y sin alma. No hay que darle demasiadas vueltas. A un modelo económico así configurado le corresponde una democracia cada vez más limitada y oligárquica y una clase política que convierte la corrupción en el modo normal de gestionar la cosa pública.

Al final el nudo se fortalece y se consolida cada vez más. El tipo de Unión Europea que el Estado alemán garantiza, representa una alianza duradera entre élites económicas y políticas, entre oligarquías en guerra de clases contra sus poblaciones. Las élites económico-financieras que hoy mandan en nuestro país, incluidas la burguesía vasca y catalana, están de acuerdo en este modelo de sociedad, con este sistema productivo y con esta estructura de poder resultante. Ellos son los enemigos de España y solo enfrentándose a ellos sistemáticamente estaremos en condiciones de vencer. O ellos o nosotros.


¿Cuándo entenderemos que nuestros pueblos tienen un enemigo común y que solo unidos podemos vencerle?

lunes, 4 de mayo de 2015

¿Qué es la unidad popular?


Para Salvador Allende, engarce imprescindible
entre nuestro pasado y nuestro porvenir.

Estas elecciones municipales y autonómicas están siendo muy duras para el sujeto popular: divisiones, prepotencias, sectarismos de todo tipo…, pero es solo una parte de la verdad. En otros muchos lugares, la unidad popular avanza y se consolida; centenares de candidaturas, empezando por Madrid y Barcelona, se han ido gestando con paciencia, con inteligencia, con sufrimiento. Cuando los ‘partidos-institución’ no responden a las demandas del ‘partido orgánico’ (las fuerzas que están por el cambio y la transformación), los ajustes se hacen difíciles y los muros parecen obstáculos infranqueables. Aun así, se saltan y se están saltando, y a veces se rompen y se están rompiendo.

Mujeres y hombres, activistas, cuadros sociales y políticos han hecho posible desde abajo lo que por arriba no parece posible todavía: unir a las diversas izquierdas, organizar amplios frentes democrático-populares, y hacerlo al calor de los movimientos sociales. El objetivo es claro: construir la alternativa al bipartidismo y gobernar para transformar. No es poco, es apenas el inicio y queda mucho, mucho camino por delante. La experiencia va a ser muy importante y dará fuerza, confianza y estímulo a los que han luchado, con paciencia y coraje, por la unidad popular.

Pero, ¿qué es la unidad popular? Intentaremos delimitarla, siempre provisionalmente, por aproximaciones sucesivas. Una primera definición podría ser la siguiente: un conjunto de políticas dirigidas, encaminadas, a la construcción de una sociedad de mujeres y hombres libres e iguales, liberados de la explotación, del dominio y la discriminación; una res pública. Se trata de una definición, quizá demasiado abstracta, que expresa objetivos políticos que actúan como principios, como ideas reguladoras, que sirven para criticar el presente y prefigurar las líneas maestras del futuro a construir colectivamente.

La unidad popular es, sobre todo, una estrategia, es decir, un modo de hacer y organizar la política concebida como acción consciente, colectivamente realizada. Para entender esto, es necesario hacer un pequeño rodeo sobre el poder en nuestras sociedades. En la sociedad capitalista, el poder es capitalista; no se trata de un juego de palabras; lo que se quiere decir es que el capital, los capitalistas, individual y colectivamente, tienen un poder estructural y que este está distribuido desigualmente y asimétricamente en nuestras sociedades. Este es y será siempre el límite objetivo de toda democratización en el capitalismo.

El Estado unifica al bloque dominante, asegura la subalternidad político-ideológica de las mayorías sociales y garantiza la cohesión de la formación económico-social, desde su monopolio exclusivo de la violencia legítima. El Estado capitalista es, pues, el espacio contradictorio donde se expresan los conflictos básicos, se dirimen las contradicciones entre fuerzas políticas y sociales y, esto es lo fundamental, se organiza y reproduce la clase política dirigente. Ni es neutro desde el punto de vista de los conflictos básicos ni un simple instrumento-máquina de las clases económicamente dominantes; su autonomía es siempre relativa, y cambia según condiciones. Ahora, en la presente crisis (es señal inequívoca de ella), la autonomía es más estrecha y su carácter de clase, más evidente.

Partiendo de esta realidad del poder en nuestras sociedades, se entiende mejor lo que significa la unidad popular como estrategia política emancipatoria. Gobernar es muy importante, planteárselo como objetivo demuestra la seriedad, la consistencia y el coraje de una fuerza política, pero debemos subrayar también que gobernar con un programa transformador significa, hoy más que ayer, algo más que acceder electoralmente al poder ejecutivo; hace falta fuerza social organizada para intentar (tarea muy difícil y siempre provisional) reequilibrar el déficit estructural de poder existente en nuestras complejas sociedades. En el centro, el Estado, y más allá, el conjunto de instituciones formales y no formales de eso que se ha venido a llamar la sociedad civil.

El objetivo es combinar, en el largo y en el corto periodo, la democratización de las instituciones del Estado con la articulación y desarrollo de poderes sociales. Ambas cosas, trabajo institucional y creación de poderes de base en nuestras sociedades concretas, tiene una prioridad local-territorial. Se podría hablar de la ‘territorialidad del poder’, es decir, de asentarse sólidamente en el espacio, crear vínculos sociales solidarios y altruistas, y expandir formas alternativas de producción y comercialización que aseguren el buen vivir de las personas, nuevas relaciones sociales respetuosas y en paz con el medio ambiente, volcadas hacia el futuro, uniendo dignidad y autogobierno de las personas con la apropiación colectiva del territorio.

Para no perder el hilo: ‘democratizar la democracia’ (como nos enseña desde hace años Boaventura de Sousa Santos) implica combinar un trabajo serio y sistemático en las instituciones (gestionar de forma alternativa es crucial) con la creación paciente, tenaz, contracorriente (la normalidad es casi siempre pasividad, subalternidad y dejar hacer al mercado, a los empresarios, al capital) de diversas formas de autoorganización social, practicas sociales e institucionales alternativas. La clave: una gestión institucional que genere conflicto y no paz social, que fomente la autoorganización de sujetos sociales fuertes; poderes sociales que ayuden a democratizar las instituciones, que socialicen la política y cambien la sociedad desde abajo.

Lo nacional-popular es la otra cara de la moneda, el contenido que hace posible la transformación social. Ser parte de la gente, ser gente, implicarse y aprender enseñando. Lo que hay detrás es un viejo asunto que tiene que ver con la vida cotidiana de las personas. La sociedad emancipada, lo que hemos llamado socialismo, implicaba una democratización sustancial de la política, del poder, de la cultura, de la economía. Es la democracia de la vida cotidiana, es decir, nuevas relaciones sociales entre los hombres y las mujeres, entre las empresas y los trabajadores, entre los servicios públicos y la ciudadanía, entre los seres humanos y la naturaleza de la que somos irreversiblemente parte. En definitiva, reabsorber la historia de las grandes palabras y de los hechos trascendentales en una cotidianidad liberada.

Lo peor es el elitismo de una parte significativa de los intelectuales, unas veces trufado de culturalismo, otras de marxismo de andar por casa (perdón, por los palacios) y los más, puro llegar holgadamente a final de mes. Los intelectuales tradicionales deben ser superados por otros que sean capaces de partir de las necesidades de las gentes, defendiendo y transformando los ‘sentidos comunes’, construyendo una nueva alianza con las clases subalternas. El objetivo es preciso: una nueva cultura que dé vida a un nuevo poder, a un nuevo Estado, a una nueva república protagonizada por los de abajo, fundada en la hegemonía política de las clases trabajadoras, de las clases populares.

La unidad popular, hay que insistir una y otra vez, es hoy obligatoria. Si algo pone de manifiesto la Grecia de Syriza (siempre sola, justo es señalarlo) es que el poder de los gobiernos ha disminuido mucho y que cualquier proyecto democrático y social requerirá conquistar más autonomía, más soberanía, más poder. Sin una mayoría social organizada, sin un pueblo convencido y movilizado, sin unas fuerzas políticas y sociales unidas, no habrá transformación posible y seremos, una vez más, derrotados, todo ello para mayor gloria de la Europa alemana del euro y del capital monopolista financiero. Al final, será muy importante un equipo dirigente audaz, inteligente y radical.


Se dirá que todo es demasiado genérico y que los seres normales no lo entenderán. Creo que se equivocan. Las encuestas sirven para lo que sirven y con restricciones. Hay, al menos, dos actitudes posibles: quedarse en lo que opinan las gentes sin más o partir de ellas, para ir más allá de ellas mismas. Por lo que sabemos, digámoslo con modestia, nuestra gente tiene ideas claras y enemigos de carne y hueso: los banqueros, los grandes empresarios, la gran patronal… Saben con bastante precisión que los poderosos han capturado al Estado y que lo han puesto a su servicio, y que los responsables de esta inmensa involución social y política son los dos grandes partidos dominantes, siempre apoyados por las burguesías nacionalistas vasca y catalana. Lo que hay que hacer ahora es convertir la enemistad política en proyecto alternativo de país. La diferencia entre transformación y transformismo es, muchas veces, una delgada línea. La unidad popular servirá, también, para que esta no se traspase.