miércoles, 23 de septiembre de 2015

Tsipras: la normalización


Grecia ya es un país normal. Las elecciones han sido las normales. La campaña ha sido la normal, sin injerencias externas; las pocas, favorables. El clima político, el normal, una mezcla contradictoria, entre la resignación y el “no ha podido ser”. La abstención, la normal, es decir, creciendo y mucho, no es bueno que la política provoque pasiones —los terribles populismos, tan dañinos para la estabilidad—, esta debe ser razonablemente aburrida y lejana. No ha habido polarización real, solo lucha por la alternancia entre la buena derecha y, ahora, la buena izquierda. Los medios han jugado a lo normal, escorándose a la derecha, pero sabedores —las encuestas estaban ahí— de que Tsipras podía volver a ganar; sin pasarse, pues; lo más neutrales posible. Todo normal, Grecia, gracias a Tsipras, ha sido normalizada y los griegos han aceptado la derrota como inevitable, al menos, por ahora.
¿Qué se elegía realmente en estas elecciones? Quién y cómo se iba a gestionar el programa de la troika, porque de eso se trataba y de eso se trata. Los hombres de negro hace tiempo que volvieron a Grecia y tienen acceso directo a las estadísticas públicas. Como comisarios políticos que son de la troika, tienen que discutir con los funcionarios griegos, cada punto, cada ley, cada decreto administrativo, cada resolución. La Grecia normalizada, la Grecia domesticada, va a aplicar ahora, democráticamente legitimado, el programa dictado por los enemigos del pueblo griego.
Algunos me han criticado por hablar de transformismo al referirme a Tsipras. Ahora, con su gloriosa victoria, se ve con claridad lo que realmente significa el término que tan profusamente emplearon los padres de la ciencia política italiana y que Antonio Gramsci hizo suyo: los enemigos de la troika, los mismos que ganaron credibilidad y prestigio enfrentándose a ella, aplicarán ahora su programa, un programa que Syriza calificaba, no hace mucho tiempo, de austericida. Se trata de una victoria completa de los que mandan hoy en Europa, en íntima y natural alianza con la oligarquía de ese país. Es hegemonía de la buena, de la que crea consenso, de la que dura en el tiempo: hegemonía acorazada de coerción.
Ahora todo el mundo es de Tsipras, la normalidad nos acecha. Cuando se habla del realismo de Tsipras, de su pragmatismo, hasta de su valentía por aceptar la realidad tal como es, es decir, inmodificable, inmutable, incambiable, se olvida que todo el enorme capital político acumulado por Syriza se hizo defendiendo un proyecto que tenía en su centro la reivindicación de la soberanía popular, la salida urgente de la austeridad y el respeto por los derechos sociales de las mayorías. Con este proyecto, con un líder joven con fama de sincero y con una movilización social imponente, Syriza derrotó a la derecha y aniquiló al Pasok. Cuando se mira sólo el final de la película y se intentan sacar lecciones de la experiencia griega, no se debería olvidar que los pragmáticos de hoy fueron antes irrealistas, utópicos y, sobre todo, rebeldes que no aceptaron las reglas del bipartidismo dominante; que hicieron de la insubordinación moral y política un poderoso instrumento contra una casta que vendía el país al por mayor, que, en definitiva, construyeron la esperanza de un pueblo y reconciliaron la democracia con la justicia, con los derechos de las mayorías, con la soberanía del país. Hoy, esta fuerza política ha sido normalizada, domesticada y convertida en la mano izquierda de los que mandan y no se presentan a las elecciones.
François Hollande lo ha dicho con mucha claridad, la victoria de Tsipras tendrá una gran influencia en la izquierda europea. Claro que sí, en esto tampoco se equivoca el también pragmático y realista presidente francés. El mensaje es claro y la Grecia normalizada lo prueba: no son posibles programas de izquierda en esta Europa alemana del euro. Lo que realmente tienen que hacer las poblaciones y una clase política responsable es defender propuestas compatibles con Bruselas, con las sabias y ponderadas propuestas de la incomprendida troika y, más allá, de la buena señora Merkel. Si no es así, si siguen apostando irresponsablemente por los populismos, serán penalizadas, serán castigadas, después de un largo proceso de criminalización y de desprecio.
Este mensaje es de masas. Estará en el centro de nuestras próximas elecciones. Un conocido dirigente de la izquierda española ha dicho, hace pocos días, que estas cosas ocurren porque se hacen propuestas que no se pueden realizar, propuestas irrealistas, inaplicables dada la correlación de fuerzas. La consecuencia lógica de esto es también clara y distinta: hay que hacer programas compatibles con la troika o que al menos respeten sus “líneas rojas”, solo esos se pueden realizar. Esto tiene, al menos, dos problemas: 1) que el capitalismo monopolista-financiero dominante —la troika es su expresión política— exige, en su normal y cotidiano funcionamiento hoy, sacrificios humanos en derechos, en libertades, en condiciones de vida y de trabajo, incompatibles con cualquier tipo de reformismo fuerte o débil; 2) que en España existe ya un partido capaz de realizar estos gloriosos y realistas cometidos sin necesidad de grandes mutaciones ni de grandes esfuerzos programáticos o de imagen: el Partido Socialista Obrero Español.
Los que están de vuelta sin haber ido a parte alguna empiezan a defender aquello de que al final nada pasará y que los que mandan lo seguirán haciendo sin grandes complicaciones. La vida es lucha y lo de Grecia nos dice que nuestras clases dirigentes tienen mucho poder. Se puede continuar con aquello de quien construye en el pueblo construye sobre el barro y que no hay más cera que la que arde. Cambiar la sociedad en un sentido democrático e igualitario nunca fue fácil. Algunos venimos de una tradición que partía de una afirmación audaz: conocer el mundo para transformarlo. Ese mundo, la realidad, era contradictoria, contenía pliegues diversos y muchas veces antagónicos. La “realidad de lo real” no es única y apunta a varias direcciones posibles. Hay realistas irreales, por así decirlo, y realistas reales. Bertolt Brecht, en el Me-ti, llamó a estos últimos dialécticos. Una cosa es segura: la normalidad de nuestros “realistas” nos mata.

domingo, 20 de septiembre de 2015

Una España federal-republicana en una Europa democrática y pacífica


Discutir con un compañero como Ferrán Gallego (FG) es siempre una oportunidad para ir más allá de la“política politicista”, de la respuesta coyuntural a una agenda casi siempre marcada por el adversario, de un día a día que absorbe las mejores energías y que carcome el discurso alternativo, en definitiva, una invitación para pensar en grande. Esto obliga a situarse bien en la fase concreta, sin olvidar el ciclo largo de una historia que no comenzó ayer y que nos marca y nos marcará definitivamente durante décadas. No se debe olvidar que FG, es, sobre todo, un historiador competente, especialista, entre otras muchas cosas, en los diversos fascismos y en los varios populismos conocidos, desde su temprana tesis doctoral sobre los militares de izquierda en Bolivia.
Hablo de discutir, de discurrir con un compañero con el que creo estar de acuerdo en cosas sustanciales del presente, de nuestro presente colectivo como país y pueblo. Quisiera discutir sobre varios asuntos: a) la Grecia de Syriza; b) la naturaleza de la Unión Europea; c) el Estado alemán; y d) la vieja y nueva cuestión del Estado-Nación, ligada a la soberanía popular y a la democracia republicana.
Lo de Grecia duele y seguirá doliendo, es más, me temo que veremos cosas peores muy pronto. FG señala el centro del asunto: aceptar que hay un limite sistémico que los Estados, los pueblos, no pueden superar, es decir, interiorizar, convertir en política que la soberanía popular y la independencia nacional tiene que someterse a la dictadura de los acreedores organizados por los poderes de la Unión y garantizados por la “gran Coalición” que gobierna el Estado alemán. FG dice también en esto lo que hay que decir: una cosa es ser derrotado y otra cosa muy diferente es asumirlo y, sobre todo, hacer la política del adversario, del enemigo de clase.
Aquí conviene hacer una pequeña nota. Para justificar lo injustificable, a mi juicio, se suele decir que Tsipras está ganando tiempo, está creando condiciones, por así decirlo, para una superación futura de la derrota. Se subestima, en primer lugar, que el gobierno griego está aplicando un nuevo memorándum: ¿eso qué significa? Que están privatizando los sectores más significativos del patrimonio público, demoliendo lo que queda del Estado social, desregulando hasta el final los derechos laborales y sindicales, desintegrando la sociedad y liquidando las instituciones básicas del gobierno. Para decirlo de otro modo: están realizando el programa neoliberal. Esto es decisivo, la clave de este programa −que le hace materialmente (contra) revolucionario− es su voluntad de permanencia, en un sentido preciso: que los gobiernos que vengan detrás nunca puedan cambiar el modelo creado.
El otro asunto, en segundo lugar, es que el partido Syriza en este proceso habrá cambiado de naturaleza. Creo que el partido de Tsipras ganará las elecciones y que la Unidad Popular no sacará un resultado demasiado brillante. Esta es la gran victoria de los que mandan: matar la esperanza, obligar a escoger entre lo malo y lo peor, convertir la democracia en un juego con las cartas marcadas, desligar la política de la transformación social. Todo ganancias, pues.
FG señala un dato que nos va a servir de “hilo rojo” en este escrito, la clave de lo que fue el efecto Syriza, volver a situar en el centro de la vida pública la soberanía popular, el Estado nacional y la democracia en un sentido fuerte, entendida como elección entre modelos de sociedad y organización del poder. No fue poco, de ahí que la capitulación de Tsipras haya tenido consecuencias tan negativas; de ahí, también, que la victoria para los poderosos haya sido tan importante, tan decisiva, mandando una aviso claro y rotundo: los hombres y mujeres, la ciudadanía, nada vale, nada cuenta, frente al poder real de los bancos, de los acreedores, de los Estados ricos, de Alemania. La desmoralización organizada y programada.
La “cuestión alemana” y la naturaleza de la UE van de la mano. Aquí tampoco se equivoca FG. Lo que hay detrás del proceso de integración no es otra cosa que “la destrucción de la soberanía popular y la demolición de los Estados”. Aquí aparece, nuestro historiador lo sabe muy bien, lo que ha sido una de las últimas trincheras de la socialdemocracia, el llamado y nunca bien concretado federalismo europeo. La ideología europeísta tiene aquí su fundamento básico: construir paso a paso, de crisis en crisis, un espacio económico, político y cultural que nos conduzca a los Estados Unidos de Europa. Cada tratado, cada directiva o resolución que ceda soberanía de los Estados a ‘Europa’ es vista como una señal en la buena dirección, un avance en el necesario e irreversible camino de la Unidad. Poco importa que dicho proceso se haga fortaleciendo el poder de organismos e instituciones esencialmente no democráticas. Tampoco parece demasiado relevante que los principios neoliberales y sus políticas sean constitucionalizados, que el Estado social sea sistemáticamente demolido y que la UE se rompa entre un centro cada vez más poderoso y una periferia sur económicamente dependiente y políticamente subalterna, devenida progresivamente en protectorado; son, se insiste una y otra vez, los costes necesarios que hay que pagar por la unidad europea.
Ferrán Gallego, afirma con todo claridad que “La cacareada ‘nueva soberanía’ desplegada hacia arriba, hacia la constitución de una sola representación de un solo pueblo europeo en instituciones transnacionales es un fraude, cuya mezquina y decidida voluntad ha sido siempre la de destruir los espacios políticos que podían ofrecer márgenes de maniobra para la protección de los derechos sociales y para la obtención de espacios de movilización y representación de los sectores subalternos”. Lo que hay en el trasfondo, él lo sabe muy bien, es una viejo proyecto de Von Hayek: impulsar una variante del “federalismo económico” que sustraiga a la soberanía popular, a la ciudadanía democráticamente organizada, el control sobre la política fiscal y monetaria, impida la regulación del mercado y prohíba la intervención directa del Estado en el conjunto de la actividad económica y empresarial.
El otro lado de la cuestión es también evidente: impedir el ‘Leviatán’ de los Estados Unidos de Europa, es decir, de un súper Estado que pueda ser “politizado” por las poblaciones y caer en la tentación de las democracias plebeyas de controlar con mano firme la economía. Lo que se construye realmente es un ‘federalismo económico’ fuertemente autoritario, políticamente centralizador, al servicio de los poderes económicos. Lo nuevo es que las durísimas políticas de austeridad y la cuestión griega lo han hecho visible para las mayorías, especialmente, las de la periferia sur.
El tema central sigue siendo el Estado alemán. Casi todo el mundo lo sabe ya: la señora Merkel −al frente de la Gran Coalición de democristianos y socialdemócratas− es la que realmente manda en la Unión Europea. La desestructuración de los Estados europeos, la planificada demolición de la soberanía popular tiene, al menos, una excepción, el país germano. Es la gran paradoja del “federalismo” realmente existente: la UE se está organizando como sistema de poder y dominio en torno a un Estado nacional que tiene definida una estrategia de desarrollo económico neo mercantilista y deflacionario basada en el dumping social y en un nacionalismo exportador. De ahí que cada vez que se demanda “más Europa” lo que realmente se consigue es un control cada vez más fuerte de la poderosa Alemania, mayor poder para los grupos económico financieros dominantes y menos peso de la política entendida como autogobierno democrático, sin olvidar, que todo esto va unido a una creciente subalternidad a los dictados imperiales del ‘amigo’ norteamericano.
FG apuesta en tiempos como los presentes por construir “una nueva subjetividad de resistencia y transformación”, un sujeto político democrático-popular en torno a la defensa del Estado republicano y federal. No es poca cosa. Estoy convencido, como él, que el tipo de integración europea que representa la UE es un instrumento de expropiación, de acumulación por expolio, de derechos y libertades de los pueblos y de los Estados, un mecanismo político e institucional que tiene como objetivo liquidar las conquistas históricas del movimiento obrero organizado, forjadas, nunca se debe de olvidar, en más de un siglo de cruentas luchas sociales, de guerras y de enorme sufrimientos de las y de los de abajo. La Unión Europea, insisto, este tipo concreto e históricamente determinado de integración europea que se presenta totalitariamente como la única posible y por tanto irreversible, se está convirtiendo en el mayor enemigo de una Europa verdaderamente democrática, pacífica y autónoma. La Europa europea, por así decirlo, es la vieja intuición de De Gaulle, solo será posible si se basa en los derechos sociales, la soberanía popular y la independencia nacional. La pregunta hay que formularla: ¿por qué una UE aparentemente fuerte, unida, integrada, es cada vez más subalterna de los EEUU?
Para terminar, un asunto de mucha actualidad y que da muchas pistas sobre las ideas de fondo que FG defiende y propone. El enorme auge del independentismo catalán tendría que ver, entre otras causas, con el desamparo, la inseguridad, el retroceso social que las personas reales y concretas están sufriendo, privadas de instrumentos de protección política, de defensa ante la enorme agresión de los poderes económicos y financieros que de nuevo exigen sacrificios humanos. Dotarse de Estado, en este sentido, interpreto, sería una respuesta, con los “materiales histórico-sociales disponibles” (nacionalismo catalán e inexistencia de un proyecto nacional-popular alternativo), a la crisis político-cultural de nuestras sociedades. Me viene a la memoria el Karl Polanyi de la “La Gran Transformación” y las duras, durísimas, experiencias de la historia europea cuando el capital −el “mercado autorregulado” en su terminología− intenta, una vez más, dirigir y colonizar nuestra vidas. Hay que seguir discutiendo.

lunes, 7 de septiembre de 2015

Mélenchon contra Merkel: el Estado alemán viene para mandar

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La canciller alemana, Angela Merkel, en una imagen de archivo. / Efe
Para Moreno Pasquinelli
“Si la Unión Europea es incapaz de ayudar  a
los países de una manera verdaderamente
colegiada y asociativa, debería proceder a
desmantelar la inviable unión monetaria y
empezar un nuevo proceso de integración
más creíble”. Oskar Lafontaine, 2015.


En unos días, la editorial El Viejo Topo publicará el polémico ensayo de Jean Luc Mélenchon ‘El arenque de Bismarck (El veneno alemán)’. El conocido dirigente de la izquierda francesa no tiene ningún problema en denominarlo panfleto, tampoco oculta la motivación última del mismo: denunciar el “tratamiento” que la Troika, en general, y Alemania, en particular, están aplicando a la Grecia de Syriza. Hoy sabemos que las cosas han ido a peor y que los poderes de la Unión consiguieron que Tsipras capitulara. Una tragedia, no solo griega.
La indignación ha dado paso a una rabia contenida y pareciera, esperemos, que se abre paso una crítica más de fondo de este sistema de dominación que ha devenido la Europa alemana. Poner fin, en definitiva, a un debate prohibido que impide discutir a fondo sobre la Unión Europea (su naturaleza política y de clase; su papel geopolítico o sus relaciones con los EEUU, OTAN mediante) y sobre el papel del Estado alemán. Ambas cosas están íntimamente unidas y ya no se pueden separar.
Quizás merecería la pena resaltar, antes de continuar, que el ensayo-panfleto de Mélenchon cabe enmarcarlo en una discusión más amplia, especialmente rica y estimulante, que se ha venido dando en la ‘decadente’ Francia desde hace años. Los nombre son conocidos, Chevènement, Sapir, Cassen, Lordon, Todd,… todos ellos, desde sus diferencias, se caracterizan por una crítica seria y cada vez más argumentada contra la Unión Europea, desde la defensa del Estado nacional republicano y, más allá, por la impugnación del proyecto globalitario que tiene en su centro el dominio imperial de los EEUU.
El panfleto-ensayo de Mélenchon tiene un objetivo claro, presentar la “otra cara” de un país que los medios no quieren difundir, intentado mostrar que el tan nombrado “modelo alemán” no tiene nada de envidiable; que oculta una sociedad envejecida, crecientemente marcada por las desigualdades sociales; unas relaciones laborales y sindicales cada vez más degradadas, donde la precariedad se generaliza y los salarios se reducen para una parte significativa de la fuerza de trabajo; el deterioro ecológico-social crece, con un insano y contaminante sistema agro-alimentario, férreamente controlado por las grandes empresas de distribución de bajo costo y el dominio, tradicional en la historia alemana, de la industria química; todo ello, al servicio de un patrón de crecimiento basado, lo ha denominado así Lafontaine, en un nacionalismo exportador, desde una explícita estrategia neo-mercantilista.
No se trata, aquí y ahora, de comentar los diversos aspectos del ensayo-panfleto que el socialista francés va enhebrando en su lúcida crítica de la Alemania de Merkel; tan solo, poner el acento en aquellos datos, que, de una u otra forma, tienen que ver con el modo en que el país teutón ejerce su dominio en la UE y que explican el contenido último de sus políticas. Mélenchon destaca, creo que es el centro de su escrito, en la reunificación alemana y en lo que él llama el “método” de anexión, lo que pudiéramos llamar los antecedentes necesarios para entender cómo y para quién manda Alemania.
Lo primero que hay que señalar es que el Estado alemán, su clase política, sus gobernantes de ayer y de hoy –son prácticamente los mismos– saben muy bien qué significa aplicar en lo concreto y real la unión monetaria y económica a un territorio desigual, más débil y diferenciado: me refiero a la antigua República Democrática Alemana. El asunto es conocido y la palabra anexión explica con bastante precisión lo ocurrido. Un entero país, una sociedad, una economía y una cultura fueron destruidas, por así decirlo, en un abrir y cerrar de ojos. La ‘doctrina del shock’ fue sistemáticamente aplicada: privatizaciones, cierre de empresas, entrega de latifundios, puesta en venta del patrimonio público y ‘limpieza política’ de las instituciones y aparatos del Estado, empezando por las universidades. Las consecuencias: paro, emigración, incremento brutal de las desigualdades y degradación de los derechos sociales y laborales, especialmente para las mujeres.
¿Los beneficiarios? las grandes empresas financieras y las grandes corporaciones industriales que, de pronto, se encontraron con 16 nuevos millones de consumidores, una mano de obra cualifica y disciplinada, y, lo que fue más importante, heredaron un amplio conjunto de contactos, redes y relaciones que las empresas de la RDA tenían con el antiguo campo socialista. No se debe olvidar que la ‘otra’ Alemania exportaba la mitad de su producto y que era, con mucho, el país más desarrollado de ese mundo. La ‘colonización’ del centro y del este de Europa comenzó con la anexión y, como dice Mélenchon, fue el descubrimiento de un ‘método’.

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Cubierta del libro de Mélenchon en su edición francesa.
Como suele ocurrir, el incremento sustancial de los beneficios de las grandes empresas tuvo un coste económico, social y territorial enorme, que fue pronto ‘socializado’ por y desde el Estado. Las cifras varían. Se calcula que la ‘operación anexión’ costó al erario público en torno a 2 billones de euros y, lo que es peor, 25 años después las heridas causadas aún siguen abiertas y una parte importante de la población de la ‘otra’ Alemania continúa sin sentirse incluida en una común patria. Efectivamente, las clases dirigentes germanas sí saben lo que significa la unión económica y monetaria con un territorio más atrasado y débil; también saben su enorme costo. Ahora no está dispuesta a pagarlo con los países del sur, con los países orientales de la UE.
Hoy se olvida, pero la todopoderosa Alemania, felizmente reunificada e integrada en la OTAN, fue durante años ‘la enferma’ de Europa, incumplió sistemáticamente los criterios de convergencia aprobados en Maastricht y favoreció el laxismo monetario del BCE, por intereses propios, que ayudó a cebar las burbujas financiero-inmobiliarias de Grecia, España e Irlanda. El gobierno de Tsipras habría necesitado tanta compresión, tanta prudencia como sus homólogos germanos. La ley nunca es igual para todos cuando hay por medios poderes y Estados desiguales, cuando quien manda ha construido unas reglas de juego que siempre le benefician.
Hay momentos en que los poderes necesitan urgentemente un socialdemócrata audaz, valiente, que no le tiemble el pulso ante los sindicatos, que desafíe a sus bases partidarias y que haga lo que la pusilánime derecha no se atrevió a realizar, precisamente, porque este político de altura casi siempre lo impedía desde la oposición. Ya se sabe, los programas están para no ser cumplidos y las promesas se las lleva el viento de la responsabilidad: los que mandan, mandan, y lo mejor es no oponerse y encabezar la manifestación. Ese hombre apareció: Gerhard Schröder. Su propuesta: la ‘Agenda 2010’.
Es necesario entender bien este paso en el razonamiento que articula Mélenchon. La ‘Agenda 2010’ hay que verla como una estrategia de las clases dirigentes alemanas para organizar su modelo de crecimiento en torno a las exportaciones. Para eso era necesaria una devaluación salarial sustancial, reduciendo el papel de los sindicatos y debilitando la capacidad contractual de los trabajadores. La anexión ayudó mucho a este objetivo y justificó la necesidad de (contra) reformas estructurales. La cuestión es conocida y durante años el crecimiento alemán se basó en la represión salarial, la reducción de las prestaciones sociales y el debilitamiento del Estado social. La precariedad laboral fue fomentada desde el propio poder y, como antes se indicó, las desigualdades sociales y la pobreza se incrementaron. Alemania practicaba el dumping social para impulsar aún más la competitividad de su economía.
Cuando la señora Merkel habla de que ellos ya hicieron los deberes se refiere a esto, convertir la devaluación salarial en un mecanismo de ajuste permanente que compense las diferencias de productividad entre las desiguales economías. El problema que la dirigente alemana no dice es que el modelo alemán solo es aplicable cuando lo realiza el Estado económicamente relevante; cuando todos lo hacen a la vez, el modelo no funciona. En lo concreto, la estrategia neomercantilista aplicada se basa en ‘arruinar al vecino’ y es incompatible con cualquier proceso de integración supranacional. Nada explica mejor esto, como la crisis ha puesto de manifiesto, que un conjunto de políticas realizadas haya provocado la consolidación de un centro cada vez más rico y poderoso especializado en exportar mercancías e importar capitales y una periferia importadora y crecientemente deudora.
Se puede ver que utilizo con mucha frecuencia el término Estado alemán. Lo que quiero subrayar con esto es que existe un Estado, el alemán, que expresa una matriz de poder y de clase, que organiza unas determinadas políticas de alianzas sociales internas que, por ejemplo, hace que hoy gobiernen socialdemócratas y democristianos y que una parte considerable de los sindicatos apoyen las políticas que vienen de este gobierno de coalición. Estamos hablando de un Estado que define intereses nacionales, que tiene una estrategia no cooperativa con los demás Estados y que concibe la UE como un gran mercado para el desarrollo de las grandes empresas alemanas.
Cuando se emplea el mantra de que, en el proceso de integración europea, los Estados tienden a perder influencia y poder, se dice solo una parte de la verdad, peor, una media verdad. Lo que se reduce, planificadamente, es la soberanía económica de los Estados, eso que se llamó, en varios sentidos, el Estado Social. Pero esto, que es de carácter general, es decir, para los otros países, no cabe aplicarlo al Estado alemán, éste sigue siendo un imponente aparato de poder, que organiza a las clases dominantes, regula la economía y la sociedad, define la ‘gran estrategia’ de inserción en la UE y en el mundo, contribuye con éxito a articular el consenso de las clases subalternas y, sobre todo, que no admite ni admitirá que se cree un poder soberano que decida sobre el destino de su nación, sobre el destino de su pueblo.
Aquí terminan los sueños del federalismo europeo: no habrá algo parecido a los Estados Unidos de Europa. Más Europa será más dominio y más control del Estado Alemán. Así es el sistema de poder que la UE institucionaliza y aplica; lo demás, literatura de evasión.

Lo único que espero con este comentario es incentivar la lectura de un ensayo-panfleto, irreverente y contra corriente que debería suscitar debate, polémica, en una cuestión en la que todas y todos nos jugamos mucho. Buena lectura.

Publicado en Cuarto Poder: http://www.cuartopoder.es/cartaalamauta/2015/09/01/melenchon-contra-merkel-el-estado-aleman-viene-para-mandar/112

Alexis Tsipras: el transformismo como instrumento para derrotar al sujeto popular

Alexis Tsipras, durante una sesión en el Parlamento griego. / Efe
Ellos, los que mandan, nunca se equivocan. Aciertan casi siempre. Su especialidad es cooptar, integrar, domar a los rebeldes para asegurar que el poder de los que mandan de verdad y no se presentan a las elecciones se perpetúe y se reproduzca. El transformismo es eso: instrumento para ampliar la clase política dominante con los rebeldes, con los revolucionarios, asumiendo algunas de sus reivindicaciones a cambio de neutralizar y dividir a las clases subalternas. La clave es esta: para conseguir que el sujeto popular sea no solo vencido sino derrotado, es necesario cooptar a sus jefes, a sus dirigentes. Con ello se bloquea la esperanza, se promueve el pesimismo y se demuestra que, al final, todos son iguales, todos tienen un precio y que no hay alternativa a lo existente. La organización planificada de la resignación.

Con Tsipras no ha sido fácil. Era un reformista sincero y, además, un europeísta convencido, de los que pensaban que se podrían conseguir concesiones de los socios europeos; que a estos se les podría convencer de que las políticas de austeridad no solo eran injustas sino profundamente ineficaces y que para poder pagar la deuda se deberían incentivar un conjunto de políticas diferentes que relanzaran la economía, que solucionaran la catástrofe humanitaria que vivía el país y que hicieran compatible la soberanía popular con la pertenencia a la UE. Varoufakis ha sido la cara y los ojos de esta estrategia negociadora que él, en algún momento, ha definido como kantiana, es decir, basada en la razón y en la búsqueda del interés común.

La historia es conocida. Hoy sabemos que esa estrategia ha sido un rotundo fracaso: no se consiguió nunca dividir a los Estados europeos más poderosos y el dominio alemán fue claro y definitorio desde el comienzo. Todo esto lo sabemos por el propio Varoufakis, que ha ido relatando este auténtico “vía crucis” que nunca implicó realmente una negociación y que, desde el primer momento, fue un chantaje en toda regla del tipo “lo tomas o lo dejas” y, mientras, la presión sostenida y permanente del BCE agotando la liquidez y las instituciones europeas negando los créditos.

Dieciocho contra uno. Así ha sido este proceso, que tenía tres objetivos fundamentales. El primero, combatir el malísimo precedente griego en un sentido claro y rotundo: los países endeudados del Sur no pueden tener otras políticas económicas que las dictadas por la Troika. En segundo lugar, apoyar firmemente a los gobiernos de la derecha y de la socialdemocracia que, de una u otra manera, en uno u otro momento, se plegaron a las políticas impuestas por el Estado alemán; estos partidos siguen siendo absolutamente necesarios para garantizar las políticas neoliberales dominantes y bajo ningún concepto se les puede dejar caer, máxime cuando emergen fuerzas alternativas, de eso que la UE y los gobiernos de turno llaman populismo. El tercero, el mensaje real que se manda a las poblaciones, sobre todo del Sur, es que ésta UE, sus políticas y sus relaciones reales de poder, no tienen alternativa. Lo que queda es la estrategia del miedo: o se aceptan estas políticas o se producirá el caos y la catástrofe económica y social de la salida del euro.

En muchos sentidos, el caso griego es bastante excepcional. Grecia es un viejo-joven país con una honda tradición político-cultural, con una fuerte identidad como pueblo y con un gran sentido patriótico. Se había ido produciendo en éstos años una simbiosis, una nueva relación entre la defensa de los derechos sociales, la independencia nacional y de la unidad de una gran parte del pueblo en torno al apoyo a las clases trabajadoras, a los pobres y a los jóvenes que estaban viviendo una grave regresión en sus condiciones de vida y de trabajo. Todo esto terminó identificándose con dos nombres: Syriza y Tsipras. El ejemplo más claro de esto fue la victoria en el referéndum en un país, no se debería olvidar, que estaba viviendo un “corralito”, con amenazas constantes de las “autoridades europeas” y con unos medios de comunicación masivamente partidario del “sí”.

Que al final fuese Tsipras el eslabón más débil de la cadena obliga a pensar las cosas a fondo. Lo primero, la enorme capacidad de presión de la Troika, en un sentido muy preciso y que se olvida con mucha frecuencia: lo que existe es una alianza estratégica entre las instituciones europeas y los poderes económicos dominantes de cada país que el Estado alemán garantiza. Para decirlo con mayor precisión: las clases económicamente dominantes están de acuerdo con ésta Europa que es la UE y con el papel que se asigna a estos países en la división del trabajo que se está definiendo en y desde la crisis. En segundo lugar, lo que Tsipras y la derecha de Syriza expresan es una posición ideológica que no siempre se consigue identificar y que, al final, se ha convertido en una enorme debilidad. Me refiero a eso que se ha llamado europeísmo. Reformismo socialdemócrata y europeísmo han estado íntimamente relacionados. Se podría decir que la bandera del europeísmo sirvió para camuflar la crisis del proyecto socialdemócrata sobre tres ideas básicas: que la UE era la única construcción posible de Europa; que la UE es un bien en sí, independientemente del conflicto social y de la distribución del poder entre Estados y clases; y que el Estado-nación se había convertido en una antigualla que necesariamente había que superar en el proceso de integración europea.

La inexistencia de un plan B en el proceso negociador tiene que ver, a mi juicio, con la posición política que he intentado definir. Se demostró que para Tsipras era inimaginable una Grecia fuera del euro, fuera de las instituciones de la UE, aunque eso significase la ruina económica de su país, continuar con la degradación de las condiciones sociales de la mayoría de la población y la aceptación de que el Estado griego es, de hecho, un protectorado de los países acreedores.

La Troika ha conseguido claramente sus objetivos. Las políticas que ha venido realizando Tsipras y su gobierno tras su capitulación (así lo ha definido Varoufakis) nos impiden ser optimistas. La hoja de ruta aprobada por las instituciones europeas la están cumpliendo a rajatabla, a veces da la sensación de que se realiza con el “furor del converso”. Hay datos que nos llevan a pensar que el asunto irá a peor. Tsipras sabía mejor que nadie que no estaba garantizada su mayoría en el próximo congreso de Syriza. La convocatoria de nuevas elecciones no tiene nada de heroico. Sabedor de que las cosas en su partido estaban difíciles para él, convoca elecciones generales para conseguir tres cosas a la vez: garantizarse las siglas, propiciar la ruptura de Syriza huyendo del debate democrático y del posible cuestionamiento de su liderazgo y, por último, buscar el respaldo popular antes de que se empiecen a notar los efectos económicos y sociales de las políticas de austeridad impuestas por la troika y aceptadas por la mayoría del parlamento griego.


Seguramente Tsipras ganará, pero su partido habrá ya cambiado de naturaleza y el movimiento popular y democrático se dividirá por mucho tiempo. Nada será igual. Reconstruir desde abajo la alternativa después de la derrota requerirá tiempo, inteligencia y un compromiso moral especialmente fuerte. Tsipras ahora es valiente, responsable y realista y los otros, sus amigos y camaradas de ayer, populistas, maximalistas y euroescépticos. Los que mandan ganan una vez más: ¿aprenderemos en cabeza ajena?, mejor, ¿en país ajeno? La vida dirá.

Publicado en Cuarto Poder:http://www.cuartopoder.es/cartaalamauta/2015/08/23/alexis-tsipras-el-transformismo-como-instrumento-para-derrotar-al-sujeto-popular/104